Galiani.
***
-No, no puedo más, no hay manera de acallar los gritos que se vuelcan
sobre mi memoria. ¿Cómo es posible, Dios mío? ¿Cómo permites que alguien tan
ruin gobierne en tu nombre? No es justo, no es nada justo. No lo soporto, no
puedo soportarlo. Las noches son largas aquí, junto a él, llenas de vacío, un
vacío inmenso que me succiona hasta el último vestigio de humanidad, dejándome
tan sólo mi pecado, mi oscuro y horrible pecado.
***
-¿Por qué no lo matas, Fulgencia?, ¿por qué no le echas algún veneno
en la comida, para que se pudra en el infierno del que viene?
-No puedo, ¿no entiendes?, no puedo. Lo he intentado, ¡vaya que lo he
intentado!, pero me debo a él, a sus palizas, a sus vejaciones, a sus deseos de
inhumanidad. Algo paraliza mi mano, algo que no sé muy bien qué es, pero que
impide la consumación de la justicia. Quizás sea Dios el que lo hace, quizás
sea Él el que nos avisa para que seamos buenos y que hagamos méritos para poder
ser bien recibidos allá desde donde nos juzga.
-Dios nunca impediría algo así.
-Y tú, ¿qué sabes?, ¿acaso lo has tratado?, ¿acaso has sido limpia
alguna vez para poder mirarlo a los ojos con la dignidad que él se merece? No,
eso nunca ha sido así. No eres más que otra pecadora; como yo.
***
Siempre pensó que podía haber hecho algo más para que las voces de las
muchachas se mantuvieran en lo más hondo de su conciencia. Siempre se fustigó
por no haber realizado los justos deseos que contra el padre Julián vertían
todos a sus espaldas, dispuestos a no dejarle pasar ninguno más de sus abusos
para con los habitantes del pueblo, con el único fin de transformar la
pesadilla somnolienta en la que se había convertido su existencia inhumana, de
convertirla desde el estupor revenido que moraba en las entrañas de la noche en
una nueva tentativa para aspirar a intentar ser felices. Pero no podía. Nunca
pudo. Siempre estuvo sumida en su mundo de contrición, en su universo de pecado
y estupor.
***
Tuvo que haberle matado entonces, después fue tarde, al menos para
ella. No tardó mucho en rendirse. Dos o tres palizas le hicieron arrepentirse
de los pecados que no había cometido. Recordaba su llegada a esa maldita casa.
Los lloros de la que decía ser su madre, depositándola entre los brazos
lujuriosos del que había de ser su particular demonio durante el resto de su
vida, o de su muerte, porque ya no sabía si vivía o si moría. Era difícil
concienciarse de ello. Ésa no era la vida dichosa que su cuerpo le exigía. Ya
no había risas. Nunca las hubo. Tan sólo quedaban las telarañas que anidaban
entre los huecos de las vacías encías. Nunca el silencio fue tan imputador para
las debilidades humanas, nunca los acusó tanto como aquella noche, aquella en
la que se consumó el nacimiento de su particular apocalipsis. Algo quedó claro.
El mal sería castigado.
***
-...podéis ir en paz. Juan, Susana, dejadme a Inesita.
-Pero, padre, ¿para qué?
-A ti no te importa, pecadora. ¿Vas a contradecirme?, ¿vas a replicar
los deseos divinos?
-No creo que sea Dios el que ordene esto; por favor, sólo tiene seis
años.
-¿Quién te crees para contestarme? Ya sé la edad que tiene. Conozco
muy bien a su madre. Te conozco muy bien. ¿O acaso has olvidado?
-Vámonos, Susana, Inesita.
-¿Dónde vas?, ¿no me has oído, Juan?
-Sí, y esta vez no voy a cerrar mis ojos. Deténgame si quiere, o si
puede. Ya se llevó a mi esposa en la misma noche de bodas. No dejaré que haga
lo propio con mi hija. No podría soportarlo. Todo tiene un límite. Yo lo rebasé
hace tiempo.
-Espero que no hagas una tontería. Espero que no intentes la huida. Ya
sabes lo que les pasa a los que intentan alejarse de este lugar sin mi
consentimiento.
-Juan, Juan, déjanos, déjanos con él. Por Dios, por ti. ¿Qué más da
una vez más?
-Calla, mujer. No es por ti, ni por mí. Ambos estamos perdidos. Es por
nuestra hija, por Inesita, ella no se merece esto, ella es pura, en sus ojos
está aún la esperanza.
-¡Muchachos! Venid.
-¿Va a matarme aquí? ¿En la casa de Dios y los ojos de todos? ¿Ésos son
los deseos de nuestro Señor?
-Está bien. Sal, pero nada escapa al poder divino.
-Tendrá que matarme.
-Haré lo que tenga que hacer.
***
-¿Dónde está?, ¿dónde está Juan?
-Ahí dentro. ¿Qué pasa, Fulgencia?
-Nada, tengo que hablar con él, tengo que advertirle. ¿Por qué lo has hecho, Juan?, ¿por qué te has opuesto a él?
-¿No lo ves, Fulgencia? ¿No te has dado cuenta? Estamos muertos ya.
Vendimos nuestra existencia por culpa del temor divino.
-No digas eso. No blasfemes.
-Qué más da ya. Todo está sentenciado. Sé que hoy vendrá a por mí, que
hoy moriré realmente, que hoy, por fin, descansaré.
-Te has condenado, los has condenado. ¿Quién dará de comer a tu mujer
y a tus hijos?, ¿quién traerá el alimento a esta casa?
-Mírame. Míranos. ¿Crees que vivimos?, ¿crees que soy yo el que trae
el alimento? Si todo lo que cosecho se lo lleva él, si todo mi trabajo sólo
sirve para enriquecerle aún más. Sólo nos da su miseria… Si pudiera, si tuviera
la certeza de que el castigo no es eterno, moriría conmigo. Pero en el fondo ha
hecho bien su trabajo. Tengo miedo. Soy un hombre, era un hombre. Hace mucho
que me convertí en un pelajopo. Estoy cansado. Fulgencia, Susana. Quiero
descansar por siempre, y hoy por fin se acabará todo.
-Pero, Juan, ¿qué haré yo sin ti?, ¿qué harán tus hijos?
-No te preocupes, hoy se acabarán todos nuestros problemas, Fulgencia,
por favor, llévate a Inesita de aquí.
-¿Qué vas a hacer?
-Lo que tenía que haber hecho hace mucho tiempo. Hoy por fin
venceremos al padre Julián.
***
Entonces no pudo verlo, no supo realmente lo que las palabras de Juan
encerraban. Sus actos descubrieron la paz, la anhelada y deseosa paz, cuando
apareció en la iglesia con el cuerpo ensangrentado y la cara deshabitada. Nunca
pudo olvidar, ni ella ni nadie, la expresión que llenaba los ojos descuencados
de Juan. Sus gritos surgían del desconsuelo:
"¡Mátame, mátame de una vez!, ¡acaba con
esta infinita agonía, acaba conmigo, que yo ya hice mi trabajo! ¡Sí, tú, hijo
del diablo, termina lo que empezaste, termina esto de una vez!"
Y sacó la pistola, y
dejó que las balas de sus receptores de odio atravesaran su cuerpo sin
esperanza, cayendo en medio de la sacristía, soltando su arma descargada.
Mientras caía se pudo ver una sonrisa en su cara liberada.
***
-Fulgencia, Fulgencia.
-No hagas esfuerzos, Juan.
-Nos morimos, por fin nos morimos de veras. Cuida de Inés, es nuestra
única esperanza.
-Juan, JUan, ¡JUAn!, ¡JUAN!
***
-Rápido, padre, venga, venga a casa de Juan.
-¿Qué sucede?, ¿qué ha pasado?
-Están muriéndose, todos están muriéndose. Susana y sus hijos. Oímos
seis disparos, después salió Juan con la pistola. Ha desaparecido Inesita. Eh,
¡Juan! ¿Qué ha pasado?, ¿qué ha pasado aquí?
-Nada que te incumba, el Señor ha castigado a la familia de aquel que
quiso desobedecerme, de aquel que no acató los designios divinos y se opuso a
los deseos del Señoñr. Yo soy su intermediario en esta tierra olvidada, un
simple siervo a las órdenes del ser más poderoso de este mundo.
***
-Aquí están. Padre, deles la absolución, désela antes de que mueran.
-No, Fulgencia, no la merecen.
-Pero, padre, le han servido bien, merecen entrar en el reino de los
cielos.
-¿Y quién eres tú para decidir eso?
-No puede hacerles esto, esto no, padre. Vale lo de los abusos, lo de
los ahorcamientos, lo de las violaciones, lo de los incendios, lo de las
cosechas, todo lo que usted quiera, pero no puede quitarles también esto, debe
darles la esperanza de la vida eterna.
-Calla de una condenada vez.
-Sí, pégueme, véjeme, pero deles la paz, désela, un sólo gesto suyo
valdrá para ello, hágalo, por Dios, por su Dios.
-Está bien. Escuchadme. Habéis pecado, y lo habéis hecho
conscientemente, siguiendo a vuestro padre y esposo. Sólo por eso tenéis bien
ganado el infierno. PUDRÍOS EN ÉL.
***
En ocasiones es preferible que las cosas sucedan como no deben
suceder. De nada sirven los lamentos después. Pensar no es bueno, y menos
cuando se vive sirviendo en la casa del padre Julián. Los pensamientos siempre
la llevaron a las dudas y éstas taladraron poco a poco su fe irrompible. ¿Por
qué tenía que ser todo así? No entendía a su Señor, a su guía espiritual. Quiso
ver una prueba divina para todos los que estaban condenados con ella. Eso debía
ser. No encontró otra explicación. Su instinto la avisaba de que esto no era
así, de que el hombre no era así. Pero en el fondo sabía que no hacía nada para
evitarlo. No pudo olvidar, nunca pudo olvidar, por más que lo intentó, sus
noches nunca fueron tranquilas. Al principio por las visitas, llenas del
persignador deseo del representante divino. Después, por los recuerdos
imaginarios de todos aquellos que habían muerto a causa de su propia cobardía,
por no matar al causante de tanto dolor. Recordaba el rostro de Susana y el de
sus hijos al conocer su castigo espiritual. No podía comprender el porqué. ¿Qué
le costaba? Habían sido buenos cristianos, como todos los que habitaban su
pueblo perdido y abandonado. No quería pensar, no quería perder la fe, porque
sabía que si lo hacía, que si llegaba ese momento, no habría modo ni manera de
calmar la rabia que crecía en su interior. Sólo esperaba tener fuerzas para
evitar que surgiera el odio y que así Dios no tuviera que apiadarse de su alma.
Pero también sabía que nada de eso sucedería, que su señor tenía suerte. El
miedo era mayor, mucho mayor que el odio, y ese pequeño detalle la salvaría
siempre.
***
Es mejor no recordar. Ante la inexistencia del pasado lo mejor es
manipular los recuerdos para que se hagan más placenteros. Ella no pudo, no
supo engañarse recordando cosas que no sucedieron. Nunca pudo olvidar, ni ella
ni nadie. ¿Cómo podrían hacerlo, si todas las acciones de aquél para el que
servían habían sido pecaminosas, por
mucho que se empeñara en venderlas como designios del Señor? Desde el primer
momento en el que, tras verse abandonada en esa oscura sacristía, en ese sucio
laboratorio del deseo, fue violada repetidas veces sin saber ni tan siquiera lo
que significaba el alcance de esa palabra, supo que nunca recuperaría la
sonrisa. Recordaba su risa. Sólo una, la única vez en la que vio al que creía
su padre. Le trajo una cuerda, una cuerda con la que le enseñó a saltar y a
cantar. Fue feliz entonces, brevemente. Ya no había canciones. Se apagaron con
la misma celeridad con la que llegaron, acalladas en el cuello de su padre con
la cuerda que le trajo la fugaz alegría. Recordaba su lengua, morada, como el
color de los golpes que siempre habían venido a visitarla durante todos estos años.
Nunca más hubo canciones, sólo la liturgia. Recordaba vagamente a su madre.
¿Por qué la trajo allí?, ¿por qué la abandonó a su suerte? Nunca volvió a
verla. Al principio soñó con ella, sueños hermosos. Sólo alguna vez. Después ya
no. Desde que la conciencia y la inconsciencia se convirtieron en pesadillas,
el dolor, el miedo y el odio espantaron la posibilidad de liberarla en el
dormir. Pronto se cansó de ella, eso sí. Sabía que se debía al accidente que la
dejó con la cara quemada y cojeando de por vida. El padre Julián era así de
elitista. Sólo admitía lo nuevo, lo inmaculado, lo intacto. Buscaba la pureza
de la que él carecía en los cuerpos virginales de todas las pobres niñas a las
que había convertido en putas, en prostitutas de Dios.
***
-Tía Fulgencia, ¿por qué siempre me tengo que ocultar aquí? Llevo
mucho tiempo escondida.
-Es por tu bien, Inesita, sólo por tu bien. Tú aún puedes. Son tus
ojos, ¿los ves?; cada uno de un color, ¿los ves?; en ellos están encerradas las
respuestas; las respuestas que te llevarán a remediar esta ingrata pelea de
miedos.
-No me gusta este agujero, huele a incienso y a cera. Tengo hambre,
mucha hambre.
-Será mejor que te calles, no hagas ningún ruido, está a punto de
entrar el padre Julián.
-¿Por qué no me puede ver? Él es cura, él es un enviado de Dios, como
los ángeles.
-Él es un ángel caído.
-El demonio no puede vivir en la casa de Dios.
-Qué sabrás tú de lo que puede hacer el demonio.
-Pero él me acogería, me acogería con cariño.
-Sí, te acogería, pero no puedes ni imaginar la clase de cariño que te
daría.
***
-¿Con quién hablas, Fulgencia?
-Eh, yo, yo, estaba rezando.
-¿Qué guardas ahí?
-Oh, nada, nada.
-Quita, quítate de en medio.
-No, padre, por favor, déjelo estar.
-¿Qué ocultas?, ¿qué hay aquí?
-Padre, no, por favor, poséame, tómeme aquí mismo. He sido mala, he
pecado, he sido sucia de espíritu, purifíqueme.
-Aparta, no mereces ni eso, no vales para nada, estás condenada,
llevas mucho tiempo condenada, no sé ni por qué te acogí. Suelta, que me sueltes,
¡estúpida coja!
-Sí, pégueme, maltráteme, pero no entre ahí, por favor, no entre.
-He dicho que me sueltes, que me sueltes. Quieres golpes, toma golpes,
toma lo que te mereces. Eres como todas. Toma, arrepiéntete, puta, puta del
demonio, serás castigada...
-Por favor, por favor, déjela, no la golpee más.
-Y tú, ¿quién demonios eres?
-No, nooo, Inés, huye, Huye, HUYE de aquí.
***
Pero Inés no huyó, y
no lo hizo jamás. Se mantuvo en su escondite, aparentemente cuerda, corroída
por la desesperanza de una vida mejor y de un pasado, aquel que quiso contarle
el cura, corrupto. Después vinieron años de castraciones morales, mezclados con
las infinitas violaciones a las que fue sometida para poder acceder a los
hábitos sagrados. Decidió convertirse en monja, luchar desde dentro de la
jerarquía, intentar enlejiar su alma para pasar de ser prostituta de Dios a una
de sus hijas. Nunca lo consiguió. Se mantuvo escondida, como en sus primeros
años, pero esta vez su agujero no fue físico, esta vez la abertura se expandió
desde dentro de sí, temerosa de no cumplir con su afán purificador. Se sometió
a todos los designios divinos, obviando su pensamiento, rehusando escuchar la
voz que la señalaba en su interior, negando sus deseos de rebeldía ante las
injusticias de los actos ejecutados durante toda su, aparente, santa vida. Su
premio no dejó de ser un amago de esperanza el primer día de las inundaciones.
Su cuerpo se hundió junto a su ansiada paz. Después llegó la Muerte, fría,
oscura, letal, una muerte que le impidió ver el triunfo del pueblo sobre el
representante divino. Ella ya estaba lejos, escondida en su ataúd, como
siempre.
***
-Oremos, hermanos: "no os inquietéis por vuestra vida, por lo que
habéis de comer o de beber, ni por vuestro cuerpo, por lo que habéis de vestir.
¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo
las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro
Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros
con sus preocupaciones puede añadir a su estatura un solo codo? Y del vestido,
¿por qué preocuparos? Aprended de los lirios del campo, como crecen; no se
fatigan ni hilan. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana es
arrojada al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho más con vosotros, hombres
de poca fe? No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos o
qué vestiremos? Los gentiles se afanan por todo eso; pero bien sabe vuestro
Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad. Buscad, pues, primero el
reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura. No os inquietéis,
pues, por el mañana; porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes;
bástale a cada día su afán".
Queridos hermanos,
San Mateo es claro. ¿Por qué os obcecáis en poseer, cuando los que menos tenéis
seréis los elegidos en el reino de los cielos?, ¿por qué os empecináis en
oponeros a mí, el único que os puede dar el pase a una vida infinita después
del calvario de ésta?, ¿acaso no veis que sólo yo os puedo condenar o salvar?,
¿que todo lo hago para buscar vuestro propio provecho, y que podáis entrar en
paz en el reino de los cielos? Pero empiezo a cansarme. ¿Cómo podéis ser tan
ingratos y buscar el engaño para conmigo? Hoy, mi propia ama de llaves, la niña
que acogí desvalida, procedente de un alma pecaminosa y condenada, para
reconducirla hacia el camino de los limpios de espíritu, la niña a la que di
todo el cariño, queriéndola como un padre y formándola como una persona, ha
vuelto a sembrar aún más en mí la sombra de la duda acerca de vuestro futuro en
el reino de los cielos. Empiezo a convencerme de que no merece la pena luchar
por vosotros, de que estáis sentenciados de antemano. Pero no, no debo dejar
que los actos de una mujer, una vez más, condenen a toda mi parroquia, no
permitiré que paguen justos por pecadores. No, me debo a vosotros, a mi rebaño,
y no os dejaré solos, aunque lo merezcáis; haré lo posible por salvaros de vuestra
naturaleza pecaminosa. A lo que no estoy dispuesto es a consentir las actitudes
rebeldes de aquellos que intentan engañarme. Para evitarlo, y siguiendo, una
vez más, las sagradas escrituras, esta tarde lapidaremos entre todos la actitud
de Fulgencia, la repulsiva y reprochable actitud de Fulgencia. Esta tarde todos
seremos uno, esta tarde, una vez más, todos seremos Dios.
***
Se encuentra tumbada en medio de la plaza. No puede caminar. El padre
Julián ya se ha encargado de eso. Ve llegar a la muchedumbre, a sus vecinos, a
su pueblo. Observa las piedras apiladas a su alrededor. Piedras grandes,
pequeñas, afiladas, amenazantes. Sabe que no va a salvarse, que su destino
murió hace tiempo. Tiene miedo, más por la Muerte que por el dolor. Ya no teme
al dolor. Su cuerpo lo desterró allá en la sacristía. Quiere cerrar los ojos,
pero algo se lo impide. Implora clemencia con sus pupilas diluidas en el
llanto. No puede gritar. Su lengua se encuentra entre los triunfos del cura.
¿Por qué no la mató entonces?, ¿para qué este penar tan innecesario? Mira a sus
vecinos, espera que reaccionen. Siempre ha sido buena con ellos. Pero tiene
miedo. Las miradas del pueblo la llevan hasta el umbral del resentimiento.
Siente el odio reprimido. Son como animales sujetos por un sabio domador. Todos
la miran. Todos tienen una piedra en la mano. Todos esperan la señal. Los
segundos se hacen eternos mientras desfilan alrededor de su improvisado
velatorio. Tensión. Hay mucha tensión. No puede más. Se incorpora. Intenta
gritar. Nota las piedras golpeando su frágil y sencillo cuerpo, golpes que van
penetrando su carne, golpes que hunden, poco a poco, sus firmes rodillas. Oye
los gritos, oye el clamor que se mezcla entre los alaridos de su condición
humana. Siente frío. Con cada una de las pedradas siente la pérdida vital de
sus recuerdos. Tiene remordimientos. Éstos no se van, permanecen con ella. Se
abandona. Quiere morir, ahora quiere morir. Pensaba que sabía lo que era el
dolor. Nada parecido. Una piedra le destroza el abdomen. Siente quebrarse por
dentro. La sangre campa sin reparo por el escenario del crimen de las bestias.
Nota su vacío. Ya no es sólo espiritual. Por fin su cuerpo y su alma se
igualan. Recibe un impacto en la boca. Sonríe, desdentada, dando sangre, pero
sonríe. Hay un instante de paz, soledad necesaria para recopilar piedras.
Moribunda, hace acopio de sus exiguas fuerzas e intenta levantarse. No la
dejan. Una gran roca le aplasta el cráneo. Ahora sí. Ahora sí es su hora. Ve
llegar a la Muerte. -¿por qué has tardado tanto?, ¿por qué me has dejado vivir
tan muerta?-. No la teme. Pensaba que sí. Ya la tiene, y la desea. Es
liberadora, es tranquilizadora. Por fin podrá descansar, sin temor, sin
fracturas que le reproduzcan el desgarro de su alma. Ha ganado. Ha vencido. Se
siente viva. Muerta pero viva. ¡Ojalá lo hubiera sabido antes!
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